Y así, sin más, te fuiste para siempre. No fue fácil aceptarlo, no llegué a verlo venir. Sé que necesito avanzar, demasiadas lágrimas han caído ya de estos ojos secos, pero no es fácil mirar hacia adelante cuando tu recuerdo te mantiene viva en cada bocanada de aire que respiro.
La vida y sus caprichos te apartaron de mi lado, haciendo inútiles los intentos por retener en el tiempo el eco de tu aroma recién levantada, el suave tacto de tu piel en mi piel o el simple roce de nuestros pies desnudos bajo unas sábanas revueltas.
Tantas veces he querido hablar contigo, tantas como veces he fallado en mi intento de no volver a quebrarme en dos y gritar tu nombre al vacío de la soledad a la que me has condenado. Te culpo a ti, sí, pero también me culpo a mi por no haber sido capaz de verlo venir.
Ojalá hubiese aprendido a leer en el ocaso de tu sonrisa que algo no iba bien. Sé que poco habría cambiado el guión, pero al menos todo esto habría sido cosa de dos y yo me sentiría un poco menos idiota, menos asustado de mirar atrás cada vez que trato de avanzar.
Porque sé que al mirar atrás tropiezo y caigo de nuevo, de la misma forma que sé que al mirar al frente y no verte, tiemblo. Por eso, aunque sé que volviendo mis ojos hacia ti no consigo nada, no puedo evitar hacerlo aún a sabiendas de que lo único que me espera es una nueva caída.
A base de tropezar, espero, aprenderé a caminar de nuevo, y cuanto más camine más me alejaré de ti, hasta llegar a un momento en que tu recuerdo no sea más que una pequeña mota en el horizonte, a punto de fundirse con el amanecer de un sol radiante que me lleve a entornar los ojos en la última mirada que, al fin, te concederé.
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