Es por eso que cuanto más mayores nos hacemos, elegimos con mucho cuidado a quien dejamos entrar en nuestras vidas y, más aún, a quien le regalamos cada uno de los pedazos de nuestro corazón.
Es difícil medirlo, ya lo sé, pero creo que entiendes a qué me refiero. Levantamos defensas, muros tan altos que no todo el mundo se atreve a cruzarlos. Y, aunque lo hagan, nos cuesta abrirnos. No somos fáciles. La vida nos ha robado demasiados pedazos y tememos rompernos nosotros mismos si seguimos perdiendo más.
Por eso, no soy frío, sino cauto. Tengo cuidado de a quién dejo entrar para no seguir sufriendo como antes lo hacía. Hace años era muy diferente, me sobraban los pedazos y el dolor parecía ser solo una parte más de mis días.
Ahora, en cambio, valoro mucho más mi felicidad. Incluso la soledad se ha vuelto un lugar maravilloso donde me encuentro conmigo mismo y no le tengo miedo a nada. Pero no me cierro del todo, claro. Sigo creyendo en el amor como antes lo hacía. Es solo que ahora me protejo un poco más. No me quedan tantos pedazos de corazón como para malgastarlos con el primer amor que se cruce en mi camino.
Prefiero tomarme las cosas con más calma. Elegir bien con quien arriesgar el resto y ya entonces, seguro, dejarán de pensar que soy tan frío. Aunque no me importa. La persona que entre en mi vida tiene que aceptarme tal y como soy. Con todas mis rarezas y todos los huecos que dejaron los pedazos que ya no están aquí conmigo.
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