Si algo tengo claro en esta vida, es la suerte de no haber crecido solo, de tener alguien con quien compartir la infancia, con quien compartir juegos e ilusiones, sueños y pasiones.
Puede que no siempre haya sido el mejor hermano del mundo, que mis defectos dolieran y mis estupideces estuvieran fuera de lugar. Puede que con el paso de los años creciera la distancia y perdiéramos parte de las cosas en común que antes tanto nos unían. Supongo que es ley de vida. Cada uno madura de una manera y es un mundo en sí mismo, un mundo libre que vive y gira en torno a su propia estrella.
Pero ojo, no digo que eso sea algo malo. Solo me he parado a recordar los viejos tiempos, las risas y cabreos diarios que ahora tanto echo de menos. Por Dios… si aún me acuerdo de cuando jugábamos al escondite y siempre acabábamos escondidos en los mismos sitios de la casa, cuando las culpas de uno eran las del otro y los castigos llegaban siempre por partida doble.
Lo recuerdo todo.
Por eso te digo: gracias. Por estar siempre ahí cuando los demás no estaban, por aguantar mis llantos y cabreos, por ser siempre el abrazo en que refugiarme cuando a la vida le daba por soplar fuerte, haciendo temblar incluso mis cimientos y nadie más que tú era capaz de verlo.
Gracias por los años ganados, por las risas, por los sueños. Gracias por seguir ahí a pesar de los daños, por perdonar antes incluso de escuchar disculpa alguna, gracias por tener la paciencia que yo no tengo.
Gracias por ser como eres, por hacer de mi vida algo mejor. Gracias por quererme como solo se quieren los hermanos.
No lo olvides, en mí siempre hallarás el apoyo que te falte, las fuerzas que te hagan falta y el abrazo que calme las penas que te cause la vida, el tiempo o cualquier idiota que no sepa valorarte.
Aquí estaré siempre, como siempre he estado.
Te quiero.
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