Ella camina esta vida despacio, no tiene prisa. Pone un pie delante del otro y mira siempre al frente, camina erguida con la conciencia tranquila, sabiendo que el pasado queda lejos, que el presente aprieta y le llena las alas con vientos de ilusión, de amores que llegan y sonrisas que se vuelven permanentes con el pasar de los meses.
Deja atrás los ríos de lágrimas y las noches de almohada mojada. Vuelve a creer que la vida no tiene por qué ser tan mala y que no hay por qué vivir siempre con tristeza en el pecho, apretando en silencio los miedos de dar un paso a un lado, de alejarse para ver de nuevo el sol. Ha comprendido que no todos los amores dañan y que el corazón sana cuando se riega con amor.
Ella lo ha pasado mal, no miento. Ha sufrido por dos y ahora puede que le cueste marcar el paso, alejar los miedos, confiar. Es normal.
Somos lo que somos por lo que hemos vivido, por lo que otros han hecho de nosotros, por lo que nosotros mismos dejamos que hicieran. Somos el resultado de los años, de los daños que dejaron cicatrices imborrables en el alma. Somos un lienzo en blanco lleno de borrones, somos una obra de arte que quedó a medias cuando nos vimos obligados a romper el pincel, a lanzarlo lejos al comprender que no todos los colores combinan, que no todas las pinceladas son caricia.
Aún así, ella camina y sueña, ella avanza, ella vive. Ella sonríe cuando recuerda y llora, a veces. Mira siempre al frente y se deja llevar, marcando el paso según convenga, viviendo en presente con tintes de futuro, sin atreverse todavía a pensar más allá, pero consciente de que el mañana brilla con luz propia en el horizonte de su vida.
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