Hacemos de la vida un silencio eterno con gritos esporádicos. Vivimos en callada rutina, inconscientes del paso del tiempo y del final cercano que acecha siempre donde termina el camino. La vida pasa y tenemos miedo. Miedo a decir algo demasiado alto, a destacar por encima del resto, y entonces callamos.
Y ese silencio culpable nos acompaña a todos. A ti, que callas, y a mí que también. Que nos miramos de reojo esperando que el otro salte y dispuestos a criticarlo en el momento exacto en que se levante por primera vez.
Sí, digo por primera vez porque en cuanto se levante no se volverá a sentar jamás. Es lo que tiene este mundo. Solo los que son lo suficientemente valientes para destacar, no vuelven a guardar silencio nunca más.
Nadie te puede robar esa libertad, pero sí que pueden hacerte sentir mal por aprender a volar. Y qué estúpidos somos por sentirnos así. Como si estuviera mal atreverse a hacer aquello que nos guste.
Pinta, canta, baila o escribe. Haz aquello que te haga sentir bien contigo mismo y no con los demás. De qué sirve un mundo lleno de silencios cuando tenemos las manos vacías y el corazón muerto.
Deja que sangre, que sienta. Deja que cada uno de tus sentidos se llene de vida y grita. Grita por ti y por todos los que callan.
Quizá, así, consigamos hacer tanto ruido que el silencio se vaya para siempre. Quizá, entonces, se termine la envidia malsana de aquellos que al fin también griten.
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