Hay cosas que pasan una vez en la vida, destellos de felicidad que asoman la cabeza y se van igual que llegaron, sin saludos de cortesía ni besos en la mejilla. Simplemente entran y salen del río finito que es tu tiempo. Si tienes suerte y estás atento serás capaz de verlos en el momento justo, atraparlos y retenerlos, pero solo por un breve instante antes de que se escurran entre tus dedos.
Puede que en el momento de ver cómo se aleja seas incapaz de apreciarlo, y puede que las esporádicas lágrimas que nublen tus ojos mientras tratan de hacerle hueco al vacío tan grande que sientes dentro, te impidan ver con claridad la suerte que tuviste. Y será la corriente, al alejarte lentamente del punto en que se fue, la que te dará la perspectiva que necesitas para ver y entender que aunque se haya terminado, jamás te deja de pertenecer. Ese instante de tiempo, sean días, meses o años, es tuyo, un recuerdo al que acudir cuando necesites sentir de nuevo la felicidad que experimentaste el tiempo que estuvo entre tus manos.
Pocas palabras pueden expresar lo que viví en ese pequeño instante, y no lo explicaré pues no hace ninguna falta. Ella lo sabe, yo también.
Hace tiempo leí una frase que decía algo tal que esto: “Nunca digas adiós, pues decir adiós significa irse lejos, e irse lejos significa olvidar”. Así que no diré adiós, simplemente diré “hasta pronto” y cruzaré los dedos porque tú, mi instante en el tiempo, vuelvas a decidir detenerte en el cauce loco de este río que sigue empujando, alejándome del momento en que te perdí, o acercándome al momento en que nos crucemos de nuevo.
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