Hay personas que, sin saberlo, te salvan. Llegan a tu vida casi sin que te des cuenta y poco a poco se convierten en alguien indispensable, un pilar en el que apoyarte cuando todo va mal. Sabes que siempre están ahí cuando necesitas un abrazo y, aunque no sepan qué decir, su silencio a tu lado es la única compañía que deseas en esos momentos.
Nos salvan de la vida, de nosotros mismos. De todo lo que ya no está. Nos ayudan a ver en el mañana la luz del sol que ahora nos falta, el amanecer de un día que al fin se lleve todas las sombras. Por mucho que haga falta oscuridad para ver las estrellas, a veces hace falta mucha luz para alejar los miedos. Hay demasiados fantasmas en la noche de lo que nos ha tocado vivir.
Simplemente, están ahí y nunca fallan.
Aún así, ahí está esa persona, con la mano tendida y ayudándote a salir del bache, de la vida. Te abraza y no quieres estar en ningún otro lugar que no sea allí, sintiendo la fuerza de sus brazos que te calma. Y cuanto más fuerte sea el abrazo, mejor. Así sientes que no se irá a ninguna parte. Es el ancla que evita la deriva, el mar en calma que llega después de la tormenta.
Por eso digo que te salvan sin darse cuenta siquiera. Simplemente, están ahí y nunca fallan. Y eso es algo normal para ellos, pero para ti supone un rayo de esperanza y, sobre todo, la tranquilidad de saber dónde agarrarte cuando tropiezas. Porque siempre lo haces. Tú y todos. Terminamos siempre por los suelos cuando menos lo esperamos. Quizá un día falten. No lo sé. Todos somos libres de ir y de venir. Solo sé que, hasta entonces, seguiré esforzándome por mantener en mi vida a esa persona que me salva cada día.
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